El regalo, relato sobre la colitis ulcerosa

El regalo es un relato sobre la colitis ulcerosa

El relato escrito por Francisca Alonso Martínez ganó el tercer premio de la séptima edición del certamen Crohnincol de relatos cortos sobre el crohn y la colitis ulcerosa. 

EL REGALO

Aún conservo la foto, de hecho está encima de la mesa donde escribo. No es muy antigua, sólo tiene tres años. Salimos mamá y yo cogidos de la mano y Godzilla está a nuestros pies, sentado de medio lado, con su oreja mala agachada y la lengua fuera. Parece que está sonriendo con una media sonrisa de perro abandonado y recogido después, que no acaba de creerse su buena suerte. No sé quién nos hizo la foto, alguien que pasaba por la calle del hospital, no me acuerdo. Tampoco me imagino porqué mamá se empeñó en retratarnos allí. Parecemos feos los tres. Yo soy un palillo de quince años, con los ojos grandes del que ha perdido tanto, que casi no le queda más que mirada. Mamá ha escogido la camiseta más pequeña para que no me vea tan flaco, pero no me importa mucho, aunque no le digo nada para hacerla sentir bien y útil. Ella es la que siempre me ayuda a mí cuando las cosas van mal, con su media sonrisa de actriz bordando el papel de que todo va bien. En la foto me ha cogido la mano, tan fuerte que cuando la miro siento los nudillos blancos de apretarme para que no me vaya. Me imagino que está cruzando los dedos en la otra mano, tal vez para conjurar la suerte, tal vez porque no sabe qué hacer con una mano que nadie le aprieta a ella. Godzilla mira a la cámara, un poco indiferente, como aburrido. Creo que se siente desplazado, nos conocemos muy poco.

 

 Mamá me lo regaló cuando empecé a sentirme mal y los médicos decían que parecían nervios, estrés, cosas de la edad, los exámenes, una bola de problemas normales que se me ponía en la tripa y no me daban tregua. Se pasaría. Le pasa a mucha gente. Un colon que se irrita, nada grave. Ya no me acordaba del colon, sin acento. Siempre me gustaron más las letras y la historia, como mucho el Colón, con tilde, que está siempre muy alto, señalando muy lejos. Pero ese no era yo, desde luego, cada vez más abajo, cada vez más hundido. No sabía el momento en que había empezado el dolor, la colitis, el frío en los huesos, la fiebre, la desgana, la corriente de tripas siempre llenas de líquidos que dolían y asustaban. No, no sabía cuándo empezó pero sabía que no mejoraba. Lo sabía cuando me levantaba por la mañana, agotado de las carreras al baño, y lo sabía cuando iba al colegio y el sol me molestaba en las tripas y el frío me calaba de arriba abajo como si viviera en una ducha helada o el camino a clase fuera un desierto interminable. Vivía esperando el calambre en las tripas o el apretón de ese colon, sin tilde, que no recordaba de los libros pero podía situar con una equis de dolor en mi cuerpo.

 

Fue entonces cuando mamá trajo a Godzilla de alguna pesadilla de perrera y de vida. Pensó el mejor regalo para distraerme y sacarme de aquellos nervios agarrados a mi tripa que me consumían y ella no sabía cómo aliviar. Era un chucho gris que no parecía tener edad ni identidad y que, sin embargo, nos miró después de mearse en la alfombra del salón como si esperara de nosotros un nombre y una oportunidad. Enseguida nos dimos cuenta que era sordo de la oreja izquierda, que siempre tenía agachada, y un poco cojo por la parte de las patas y del corazón. Parecía indiferente o aburrido, receloso por algún recuerdo que a veces le asustaba y le hacía gruñir en la oscuridad. Y parecía también un poco cobarde y tonto. Le llamé Godzilla como el monstruo de una película japonesa que había visto de niño y me gustó mucho. Era una especie de dinosaurio gigante, que parecía de cartón piedra, y se movía por una ciudad muy moderna, rompiendo los rascacielos como si fueran cajas de zapatos, porque él era muy grande y no pertenecía a ese lugar y parecía desconcertado y sin rumbo. Ese era yo en el colegio, me trataban como un bicho raro, como aquel monstruo japonés que se sentía demasiado grande, insignificante, torpe y ridículo. Así me trataban. Nunca dije nada pero mamá me veía ir al colegio como a la guerra con esa angustia de la injusticia y la impotencia. Mi batalla con las tripas parecía una consecuencia de ello, y pensó que un compañero fiel como ese perro podría hacerme olvidar la crueldad humana.

 

Pero no pudimos conocernos bien. Yo no tenía ánimo ni fuerzas. A los pocos días de llegar Godzilla, me ingresaron en el hospital. Me pareció mi hogar. Hay que estar enfermo para saberlo. El dolor circulaba por los pasillos y las camas, y también el miedo y la preocupación, pero era el taller para nuestras averías y no nos sentíamos solos. El mundo no era, desde allí, una calle llena de sol o de lluvia donde no tenías donde protegerte y siempre estabas cansado, con frío o ardiendo de fiebre. Ni eras un monstruo muy grande para un mundo que no tenía tu medida. Eras tú y tu mal tenía un nombre y una oportunidad. Lo habían identificado. Ahora sabía donde estaba mi colon y lo que le pasaba. Colitis ulcerosa. Bueno, con nombre todo parece más fácil. Mi cuerpo ya no era una guerra de buenos y malos. Habría conflictos y batallas, como en la vida, en el colegio y en casa… pero había tratamiento y mejoraban cada día el cuerpo, el ánimo y la esperanza. Y volverían las fuerzas.

 

Fue entonces, a la salida del hospital, cuando nos hicieron la foto. Ahora recuerdo que llevaba mamá en la mano que no me apretaba. Una bolsa de medicinas. No parecía un equipaje muy esperanzador, pero lo era. También parecíamos feos, pero no lo éramos. No completamente. Mamá tenía su media sonrisa de actriz, convenciéndose mientras me decía que todo iba a ir mejor. Godzilla sonreía entre la duda y la confianza, sin mirarme, con su oreja mala agachada. Y yo parezco un saco de huesos con una camiseta de niño y una mirada grande y abierta de hombre. Me encanta esa foto. Es un talismán, la miro mucho. A veces, funciona mejor que las medicinas que tomo todos los días.

 

Han pasado tres años. Oigo a mamá cacharreando en la cocina y Godzilla creo que está por aquí durmiendo, aunque ya no le oigo porque no tiene pesadillas y no gruñe en sueños. Ya nos conocemos. Fue en el parque, a los pocos de días de salir del hospital y el día anterior de regresar a clase. Nunca lo había paseado, pero mamá insistió para que cogiera fuerzas para el día siguiente. Estábamos asustados los dos. Él no se sentía seguro conmigo y yo pensaba en el colegio otra vez como un lugar hostil, muy grande y muy frío, donde volvería a perder el ánimo y las fuerzas que iba recuperando poco a poco. No me sentía un monstruo muy grande sino un chico asustado por la angustia de la injusticia y la crueldad de otros chicos. Y entonces aparecieron y me reconocieron. Pasaron riéndose y burlándose de nosotros, decían que éramos tan feos el uno como el otro, que tenía el perro que me merecía, que parecíamos dos viejos tomando el sol, un chucho abandonado y un saco de huesos, que dábamos pena y asco. Me levanté para defenderme y entonces le oí. Estaba de pie, a mi lado, como un soldadito, con las dos orejas levantadas. Ladró despacio, sin prisa, como si tosiera. Le miré a los ojos. Eran amarillos y no tenían miedo. Yo tampoco…

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Familia, Crohnincol, relatos, cuento, mascota, perro

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Relatos CrohninCol

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